miércoles, 15 de enero de 2014

Fuegos fatuos

El verano que aprobé Selectividad no me fui de juerga como suele hacer todo el mundo que se va a Mallorca o alguno otro destino  de ese tipo para beber más de la cuenta, dormir poco y  comer a la hora en que uno se despierta, cosa que no me parece mal, dicho sea de paso, pero decidí irme de voluntario a Eslovaquia, a uno de sus pueblos perdidos, del que ya he olvidado su nombre. Fuimos un grupo de unos diez amigos del colegio con una actividad que organizaba éste, con el fin de ir a ayudar en diversos aspectos a un pueblo que estaba realmente jodido. Antes de eso, la verdad que nos dimos un pequeño homenaje y visitamos durante unos días la ciudad de Viena, luego Budapest y finalmente cogimos un tren que nos llevó a Bratislava y de allí cogimos otro que en tres horas nos dejó en un pueblo desconocido. Después tuvimos que recorrer a pie diez kilómetros para llegar al pueblo donde íbamos a echar una mano. Era verano y aún así llovía con frecuencia, incluso cuando hicimos aquella caminata que nos dejó con los pies destrozados y llenos de barro.

Al llegar allí, nos esperaba Dusan. Un joven de alrededor de veinticinco años que llevaba tiempo trabajando en una ONG dedicada a solucionar problemas que afectaban a la vida cotidiana de los habitantes de pueblos eslovacos. Él atendía a los voluntarios españoles debido a su manejo casi perfecto con el idioma. Llegamos cuando anochecía y fuimos el último grupo de voluntarios en hacerlo. Ya había alrededor de cincuenta personas de todo el mundo que habían ido ahí a lo mismo que nosotros. La cena estaba preparada en el enorme vestíbulo del teatro abandonado donde íbamos a vivir durante dos semanas. La corriente de luz funcionaba a la perfección pero no había ningún tipo de calefacción y a pesar de ser verano hacía frío. Ni si quiera tenían radiadores y las paredes estaban que se caían. Según nos contó Dusan, el teatro había sido construido por un rico pensando que en aquel pueblo podría tener éxito, ya que tenía una población de más de diez mil habitantes, pero lo cierto es que nunca se llegó a estrenar ninguna obra y el hombre lo abandonó por completo. El vestíbulo servía como cocina/comedor y el menú era siempre el mismo; purés y sopas de sabor asqueroso y de segundo un buen plato de arroz. Los domingos había pollo como si fuera un lujo y nos ponían Kofola que era el equivalente a la “Coca-Cola” de allí y que por supuesto, estaba asquerosa.

Dormimos en las tripas del teatro. Allí nos juntábamos todos los voluntarios y los más suertudos dormían en el escenario, done el suelo era de madera y aislaba un poco (sólo un poco) el frío. A nosotros nos tocó dormir con nuestros putos sacos en el suelo de mármol de la platea del teatro que ni si quiera las esterillas eran capaces de paliar su gélido roce.

Al día siguiente nos despertamos a las ocho, desayunamos y se hizo el reparto del trabajo. Nuestro guía, era Dusan, ya que nosotros éramos los únicos españoles. El trabajo que nos tocó era construir un camino de asfalto que saldría de la carretera principal, ya asfaltada, hasta el cementerio del pueblo. Aquel trabajo asignado nos gustó, nos pareció una buena forma de ayudar a la gente de allí, ya que Dusan nos había explicado que eran profundamente espirituales y hasta el más ateo quería descansar en paz dentro de un nicho; de hecho, nos explicó que “Dusan”, su nombre, significaba alma o espíritu. También nos contó que un día de lluvia, la comitiva funeraria, que iba caminando por la carretera principal asfaltada, cuando tuvieron que desviarse por el pequeño camino del campo hacia el cementerio, todo ya estaba encharcado y lleno de barro y a pesar de ello continuaron hacia el cementerio porque no había otro camino alternativo para llegar hasta él. A los pocos metros se les cayó el ataúd a los que lo portaban en los hombros y al ser de mala madera, hecho por un familiar la noche anterior con cuatro simples bloques de madera con forma rectangular, se desquebrajó, y el cuerpo del muerto impactó contra el barro. Todos los que seguían a la comitiva, que por lo visto eran unas quince personas, dejaron allí mismo el ataúd roto y levantaron al muerto con sus manos hasta dejarlo en el hueco de la tumba. Aquella historia nos conmovió.

Fuimos al camino, que estaba rodeado de hierba y flores, pero por donde pasaba la gente cuando iba al cementerio sólo había tierra, baches y pedruscos, debido a todas las pisadas que se producían cada año desde hacía ya unos siglos. Allí conocimos a nuestros “jefes” de obra. Un cura católico que nos presentaron como “Edo”, que medía casi dos metros y era como un verdadero armario empotrado; totalmente musculado con ojos claros y el pelo liso eléctrico de color rubio. Tendría unos cuarenta años y además de dar misa por las mañanas a las cuatro viejas de turno, se dedicaba a arreglar todo lo que podía en el pueblo; por eso tenía aquel aspecto de forzudo. No llevaba sotana ni nada de eso. Sólo una camisa negra con el cuello blanco típico de cura pero abierto,  unas bermudas negras y zapatillas grises estilo New Ballance, pero de marca nisuputamadre. Nuestro otro jefe se llamaba Dalibor y era un carpintero del pueblo. Un hombre profundamente ateo. Tendría unos cincuenta años y también su pelo era rubio pero muy rizado. Era bajito y fuerte. El polo opuesto al padre Edo pero a pesar de sus diferencias ideológicas y religiosas tenían una amistad irrompible; tanto que  eran mejores amigos, y eso que se habían conocido sólo un par de años atrás cuando Dalibor decidió empezar a colaborar con la ONG de Dusan. En ese pueblo sólo había la parroquia de Edo para los católicos, un templo de calvinistas, otro para evangélicos y la de los ortodoxos. Era increíble ver como en un puto pueblo perdido en el mundo convivían cuatro religiones y todos ellos acababan enterrados en el mismo cementerio, aunque en zonas estrictamente separadas. Incluso los ateos tenían una zona particular.

El trabajo era bien sencillo pero muy duro. El padre Edo y Dalibor habían hecho ellos mismo el 10% de la carretera asfaltada por el camino para que nos sirviera de ejemplo. Ambos nos explicaron el proceso. Dusan nos traducía simultáneamente. El padre Edo y Dalibor de cuando en cuando paraban de explicar y se ponían a discutir entre ellos y cuando lo hacían Dusan no nos traducía. Empezamos con el trabajo. Primero teníamos que cavar huecos con una profundidad de medidas exactas para que encajaran las piedras rectangulares de dos metros y medio de largas y de 20 centímetros de ancho que el Padre Edo y Dalibor habían traído de la estación de trenes abandonada y ahora estaban allí agrupadas en montañas. Pesaban mucho, las teníamos que cargar entre varios y para “divertirnos” jugábamos a ver quiénes eran capaces de levantar una entre los menos posibles ya que Edo y Dalibor eran capaces de trasladarlas juntos. Nuestro récord fue trasladar una entre tres personas. Lo normal era cargarlas de dos en dos entre siete personas (y sufriendo) con unos mosquetones que iban agarrados a unos palos de aluminio que era el instrumento que utilizábamos para levantar las piedras. Se ponían una al lado de otra hasta conseguir un ancho en el que cabía un coche. Después asfaltaríamos de forma muy rudimentaria aquel camino para despedir a los muertos que medía aproximadamente unos cien metros.


Había veces que Dalibor o el padre Edo nos corregían nuestro trabajo cuando lo hacíamos mal y nos indicaban con gestos sin necesitar la traducción de Dusan. El último día de trabajo sólo estaba el padre Edo. Estábamos terminando de asfaltar la carretera. Al final de la tarde llegó Dalibor y le dijo algo llorando a Edo. Dusan puso cara de que había sucedido alguna desgracia pero no nos dijo nada. Después Dalibor llorando empezó a decir unas palabras que se me quedaron grabadas. Eran unas palabras entre lágrimas, lleno de rabia; “Seriem na boha” decía. “Seriem na boha” repetía una y otra vez. Y todos los que estábamos allí nos dimos cuenta y le preguntamos a Dusan qué significaba aquello. Dusan, que era evangélico, movió la cabeza de un lado a otro en señal de lamento y al final nos dijo; “Se ha muerto el hermano de Dalibor y, traducido literalmente, está diciendo  “a la mierda Dios”, que en español se diría…” Dudó un momento y miró hacia arriba como haciendo un esfuerzo terrible para encontrar la expresión adecuada. Hasta que un amigo dijo en alto; “Dalibor se está cagando en Dios”.  Dusan asintió con la cabeza y nosotros al descubrir el significado espontáneamente miramos cuál era la reacción del padre Edo, que muy serio le pasaba el brazo por la espalda y lo apretaba contra su pecho mientras Dusan lloraba sobre su camisa negra.

El hermano de Dalibor vivía y cuidaba de él desde siempre debido a que tenía una grave enfermedad degenerativa que terminó acabando con su vida en aquel preciso momento. Ambos solteros, sin hermanos y con sus padres ya muertos, no tenían a nadie. Su hermano (no recuerdo el nombre) también era ateo pero Dalibor le pidió al padre Edo que oficiara la ceremonia, eso sí, enterrándole en la tumba de sus padres, que estaba situada en la zona de la gente que no profesaba ninguna religión. Además nos pidió entre lágrimas, mientras traducía Dusan, que quería que todos los que habíamos ayudado en la construcción de la carretera, ahora le ayudáramos a llevar el ataúd. Por supuesto que aceptamos. 

Estaba previsto llevar el ataúd al final del día siguiente antes de que anocheciera con la esperanza de que el asfalto se secara y se logró porque no llovió en toda la noche, ni durante el día siguiente.  Sobre las seis de la tarde sacamos el ataúd de la casa de Dalibor donde se improvisó una capilla ardiente para que fueran a visitarlo. Sólo se pasaron por allí todos los voluntarios que iban llegando como un cuenta gotas para cubrir todas las horas hasta el atardecer para no dejar solo a Dalibor en compañía del cadáver frío de su hermano que ya empezaba a oler. Atravesamos todo el pueblo, cogimos la carretera y después de media hora de recorrido llegamos al camino que habíamos hecho, donde nos esperaban todos los voluntarios alrededor de él y algún que otro viejo curioso que se había enterado de la noticia. Cada uno cargaba de una forma el ataúd, unos en el hombro y los que ya no podían agarrarlo por ningún lado, lo iban sujetando por los lados con las manos para evitar que se cayera. Dalibor era el primero de todos y lo llevaba sobre su hombro derecho.

Cruzamos nuestro camino pisándolo con fuerza. Sintiendo cada pisada. Sabiendo lo afortunados que éramos porque el azar había tenido el capricho de que nosotros fuéramos los primeros en atravesarlo para enterrar a un habitante de aquel pueblo.

Al entrar al cementerio fuimos a la tumba de sus padres que ya estaba abierta. Cinco de nosotros bajamos con cuerdas el ataúd después de que Dalibor lo besara. El padre Edo, esta vez revestido con sotana, comenzó a rezar en alto oraciones en latín y no pasó más de un minuto para que empezara a diluviar. El resto de voluntarios se fueron corriendo para resguardarse de la lluvia y solamente nos quedamos allí el padre Edo (que seguía con sus oraciones), Dalibor, Dusan y nosotros. Cuando Edo terminó con lo suyo, hizo un gesto con la mano señalando a las palas y tres de mis amigos comenzaron a echar tierra sobre el ataúd mientras el padre Edo se santiguaba y decía “Requiscat in pace”.  


Y allí nos quedamos, calándonos hasta los huesos, en silencio, mientras escuchábamos como la lluvia chocaba contra la tierra y las tumbas, presenciando por primera y única vez en mi vida los fuegos fatuos. En medio de aquello, Dalibor rompió a llorar y mientras le tratábamos de consolar con nuestros abrazos, de pronto el padre Edo empezó a entonar el Sanctus con una solemnidad perfecta. Con una voz tan delicada y fuerte que jamás habríamos podido creer que se trataba de la suya si no lo hubiéramos visto con nuestros propios ojos. Aquel canto gregoriano nos hizo convertirnos en lluvia, en muerte y en vida.

Al salir del cementerio, nuestro camino ya se había ido a tomar por culo. La lluvia lo estaba destrozando por completo y sin decirnos nada, volvimos a cruzarlo, pisándolo con más fuerza que antes mientras notábamos que los pies se nos hundían sobre aquel asfalto que se iba diluyendo. Y volvimos a sentirnos afortunados porque el azar decidiera de nuevo tener el capricho de destruir nuestra obra justo después de haberla estrenado.

A la mañana siguiente volvíamos a Viena para coger un avión y volver a casa. Recuerdo que cuando nos fuimos al autobús que nos llevaba a la ciudad, miramos a través de la ventana y allí estaba Dalibor y el padre Edo que nos habían acompañado para despedirse de nosotros. Cuando el bus arrancó y se puso en marcha, recuerdo que Edo alzó su mano para bendecirnos e hizo hacia nosotros la señal de la cruz; su mano fue de arriba abajo y de izquierda a derecha. A su lado estaba Dalibor, el profundo ateo y mejor amigo del cura. Él no nos hizo ningún tipo de bendición o sí, a su manera, mientras el padre Edo hacía eso, Dalibor alzó su mano derecha con los dedos en forma de “V” y después al bajarla, alzó el puño izquierdo hacia el cielo.

@HoldenCenteno