miércoles, 5 de marzo de 2014

La casa de verano

Silencio. Quietud. Se acerca la primavera. Aún nadie habita la casa de verano y sus habitaciones descansan tranquilas, mientras los cuadros del piso de arriba deambulan sin miedo a ser vistos por los dueños de la casa. Lo mismo hace el resto de muebles; van de un lado a otro del pasillo. En la sala de estar juegan una partida de póker las cuatros sillas. Ríen, beben y fuman; la que tiene el cojín traído de Marruecos es la que manda y de vez en cuando moja uno de los flecos en su vaso de whisky y cada vez que lo hace, cambia el gesto y grita: “¿Se puede saber quién coño me ha servido este brebaje barato e insípido?”. La silla de metal, la más fea de todas, se encoge un poco y pierde su vista por el suelo; es ella la que ha puesto las copas con el whisky barato en vez de abrir el Chivas que lleva intacto desde que el padre de familia lo llevó para la fiesta que había organizado para sus colegas y que finalmente nunca se celebró porque le dejaron tirado.

Las camas preparan la cena mientras se cuentan las historias del verano pasado cuando la casa estaba llena de gente. La más vieja de las camas es la que siempre pela las patatas y lo hace con una velocidad y precisión tan brutal que a la vez es capaz de criticar, junto al resto de camas, a sus dueños; “Los muy idiotas son incapaces de cambiarme los muelles rotos.” Dice indignada. También la cuna anda por ahí alrededor de todas, de un lado a otro, picoteando lo que están preparando para cenar hasta que tira un par de huevos al suelo y la cama más grande le suelta una colleja con la que le provoca una buena llorera.

El autorretrato no supera la tristeza de haberse quedado solo y ya es el quinto invierno que pasa horas sentado en el patio y con la mirada perdida. A veces llora porque el bote del cloro de la piscina le grita desde allí que es el autorretrato más feo que ha visto en su vida. Se lo repite siempre que se sienta en el patio. El autorretrato se pregunta cuántos autorretratos habrá visto en su vida un bote de cloro para piscina y, aunque sabe que en su vida ha visto ninguno, acaba llorando.

Las tazas andan locas por el desván jugando al escondite. El pack de tazas que sus dueños trajeron de china están más que preocupadas porque el asa de un par de ellas se rompieron una tarde que jugaron a la comba con los cordones que le habían robado a unas viejas Converse que ya nadie usaba. La jarrita china que sirve la leche, y que es la más bonita del pack, les regaña a las dos que ahora están rotas y lo hace con su dulce acento pekinés que aún no ha olvidado: “Yo avisé: no lobal coldones de zapatillas. Lobal siemple malo, y ahola vosotas lotas. Jolilamente lotas.“ Las tazas suspiran ante la regañina de la jarrita pekinesa.

Escoba está de vacaciones y se pasa el tiempo peinando su cabello y quitándose las pelusas. Es muy coqueta. Le gusta pensar que el resto de objetos de la casa la miran cuando camina de un lado a otro y se contonea. De hecho, el recogedor alguna vez le ha dicho algún piropo pero ella se ruboriza cuando le escucha y le suelta alguna bordería. A ella le gusta él pero no está del todo convencida y el recogedor lo sigue intentando cada día.

En la habitación de arriba la guitarra se acaricia procurando animar a los armarios que lloran desconsolados por lo vacías que ahora están sus almas. Los dueños de la casa se llevaron todo y no dejaron nada. La guitarra toca las cuerdas y canta canciones tristes. Ese tipo de canciones que uno escucha cuando echas de menos de alguien. Los armarios a veces le piden que toque temas de Chuck Berry y cuando lo hace, empiezan a dar tales saltos de alegría que los de la habitación de abajo siempre les piden que paren y claro; vuelven a esas canciones tristes. A veces el pequeño armario abre la ventana y se apoya sobre el alfeizar y suspira tanto que estornuda por las motas de polvo que lleva dentro.

El viejo baúl lee un libro ya olvidado en el fondo de sus tripas que estaba escondido entre las mantas. “Los sufrimientos del joven Werther” está escrito en la portada. Se ha puesto las gafas que su dueña guardó un día porque ya habían perdido su graduación. Las gafas son unas viejas Ray-Ban de pasta de carey que le dan un toque atractivo al viejo baúl.

Las lámparas buscan bombillas de 60 vatios. Hay bastantes que están fundidas y la lámpara de araña de cristales de swarovski lleva unas semanas sin ver una puta mierda y se queja indignada: “¡A mis cincuenta años de vida y fundida! Siempre luciendo en las fiestas más caras de esta familia y ahora nadie se molesta en cambiarme ni una sola bombilla ¿Tanto cuesta? Es decir… Soy la lámpara más cara de esta maldita casa ¿Por qué me olvidan ahora? Esto antes no me pasaba ¡Antes se me respetaba!” El resto de lámparas la odian pero simplemente porque saben que ellas fueron compradas en unos grandes almacenes de un polígono industrial, mientras que a ella la trajeron de un famoso anticuario de la Plaza Roja de Moscú. Tienen envidia; Una noche, una de las lámparas la llamó puta, le robó uno de sus cristales y lo escondió en la alacena. El resto de lámparas la encubrieron de una forma tan luminosa que se fueron los plomos y esa noche las velas volvieron a encenderse con las cerillas que si hay algo que odian es que rasquen sus cabezas contra un fósforo para hacerlas prender.



Alfombra se pasa el día pegándose contra la pared para quitarse el polvo que tanto odia. Todos los muebles saben que es de imitación Persa y ella también lo sabe pero se engaña así misma imaginando que la trajeron de tierras desconocidas y lejanas. De hecho, está tan engañada, que cuenta historias sobre todos los viajes que hizo hasta llegar allí y todas la miran y la sonríen y le siguen la mentira para que no se ponga triste. Un día el cojín más gordo de todos, justo pasaba por allí, comiendo un donuts caducado que había encontrado en la despensa, y en plena historia de la alfombra le dijo; “Tú eres como la gran mayoría de nosotros, que no hemos salido de este país nunca, así que deja de decir tonterías. No eres más que una imitación persa.” Alfombra se puso furiosa y le contestó que al menos ella no era una “puta gorda” como él. Casi se pegan. Suerte que la televisión se puso en medio para evitarlo.

Según se sube por las escaleras, de frente, el gran espejo no se mueve. Está triste como sólo puede estarlo un espejo en el que no se mira nadie. Está jodido porque sabe que hasta que no llegue el verano no volverá a verla; a ella. Esa chica tan guapa que siempre le sonreía cuando terminaba de cepillar su pelo largo. Un pelo castaño infinito que llegaba más allá de su cintura y de sus caderas. El espejo era feliz cuando ella pasaba por ahí y se detenía un instante para mirarle a los ojos. De hecho era la única persona que le había mirado de esa forma tan sincera. Ahora lleva meses sin verla, necesita volver a encontrarse de nuevo con ella; frente a frente y saber que aún sigue sintiendo lo mismo que sintió el primer día cuando miró sus ojos grandes y alargados del mismo color de su pelo.

Y así es la casa de verano cuando nadie habita en ella. Y yo, Bolígrafo, a punto de morir, seca ya mi sangre azul, escribo lo que nadie ha visto jamás.